martes, 23 de abril de 2013

Divisar.

Infinitos azules y redondos.
Viajando hasta la Argañosa -ya no al infinito-, 
zozobrando, asustando
a niñas uniformadas de granate
que ven con otros ojos los zapatos, los escaparates.


El infinito no está cerca, ni lejos, siempre se encuentra a la misma altura. No me muevo. Me falta movimiento -desde hace tiempo- y ahora mis piernas atrofiadas ven algo a lo lejos.
Pero no lo alcanzo. No se trata de esa sensación de querer algo por encima de todas las cosas y no llegar nunca, no es angustia, ni desesperación.
Quiero saber qué es. Acercarme poco a poco e ir formando una imagen nítida -puede que angustiosa-, brillante. Quiero saber si merece la pena sentir ese cosquilleo molesto en las piernas.
Pero la desidia es una niña pequeña que tira de mi falda y me insta a quedarme en el mismo punto y la miro y ella me devuelve la mirada. Y me quedo. Siempre me quedo.


Quiero ser, otra vez, como el gato de Schrödinger, ser y dejar de ser al mismo tiempo. 
Irme y quedarme.